Soy antropólogo social criado al puro estilo positivista de la academia. Mi formación se encargó, por años, de desmitificar todo; revelar, explicar y reinterpretar fue la pasión de mis docentes y parece que he aprendido e internado pasiones ajenas. Pero la fuerza del cientismo encuentra sus límites en otro tipo de sabiduría, igual de dura e impermeable, pero más alegre, espiritual y sincera, colectiva y trascendental; permite ir más allá del embargo de los impuestos racionalistas y nos hace ver más poderosos de lo que la cotidianeidad nos muestra, poderosos pero sujetos y muñecos de un poder que nos abruma y consume, el poder del espíritu de las plantas.
Son algo así como entes rectores que bajo su tutela nuestra vida gira y tiene sentido. No somos nada sin ellos: nos muestran la trocha en caminos enmarañados, la luz del día en selva espesa y nos dan sabiduría para enfrentar las enfermedades del corazón y del cuerpo. No dependemos de nosotros mismos; el sentido evolutivo de la especie homo sapiens sapiens, supuesto animal racional y por lo tanto superior, pierde sentido: Pertenecemos a todo cuanto existe en este mundo y talvez más allá de él. Dependemos de alguien o de algo que nos embarga. Nos dirigimos a ese Ente con respeto y reverencia, cuidadosos de no ofenderlo, sumisos, porque le pertenecemos. Cuando ello sucede la respuesta es grata, el alma se tranquiliza y la palabra «vida» toma nuevo sentido, se redefine, tiene brillo, esperanza, paz y necesidad de cambiar las cosas.
La segunda vez que me encontré con la “doctora Ayahuasca” como lo llama Joel Jahuanchi Marca, le pregunté un par de dudas aplastantes que perturbaban mi existencia, mi humor y mi paciencia. Ella, mediante escenas destellantes filmadas en blanco y negro y en cámara lenta, trató de comunicarse conmigo. Yo no entendía nada, sólo miraba atónito. Joel me decía: “pídele sabiduría, que te ayude a descifrar lo que te muestra, hazlo con fe”. La película se detuvo e inició, como dicen los expertos, cuadro por cuadro. Cada cuadro era explicado pausadamente, como para un niño atento y absorto por la belleza de los colores; cada escena pasó por el filtro de la explicación, de la enseñanza experta y me fue mostrando lo que aquéllas imágenes significaban. Tuve certeza que estaba en lo correcto. Creí entonces, y ahora, una semana después, lo confirmo.
Para llegar a este “séptimo nivel”, después de cánticos suaves y entrecortados por la sensación de vomito, hay que pasar por ciertos rituales obligatorios. Primero, preparar un lugar cómodo, apacible; luego, sentados en el suelo, frente a frente, con la espalda recta y los pies entrecruzados; Joel Jahuanchi, vestido con su vestimenta tradicional, prepara la mesa de los rituales: primero un cuero disecado de un jaguar, luego una tela multicolor y encima plumas de papagayo, collares de semillas, piedras ovaladas y brillantes, cuarcita, un hueso petrificado regentado por un collar de huayruros, agua de florida, una botella de plástico bien cerrada que fermenta el brebaje de la ayahuasca y un vaso pequeño.
Joel Jahuanchi es amigo mío, nos conocemos hace años. Nuestro encuentro, para él, estuvo predefinido por sus dioses. Para mí, era un compañero más de la facultad de Antropología de la universidad San Antonio Abad de Cusco, que hablaba de los pueblos indígenas y de sus derechos y costumbres. Otro loco con su tema, decía. Pero fuimos enterándonos de nuestras virtudes y defectos y congeniamos en encontrar un sendero paralelo y todo bien. La primera vez que me ofreció hacer una sesión de ayahuasca yo estaba entusiasmado porque habría de tener una experiencia como antropólogo, algo así como un trabajo de campo. Sueño realidad. Pensé que la cosa era ir, tomar el brebaje chamanico, volar un poco y despertar con sed y hambre e ir a la computadora a registrarlo todo. Pero resultó ser más que una sesión de ayahuasca: había que estar realmente preparado y tenía que haber un alto grado de sinceridad entre el auspiciante y el peticionado.
Un día antes de la fecha acordada Joel me citó y me preguntó cómo estaba sentimentalmente, sentí la necesidad de ser sincero -me pareció injusto no serlo- y le dije que atravesaba ciertos problemas familiares y emotivos y que en verdad sentía que no estaba preparado para la sesión. Entonces él sentenció: una semana más aplazamos la sesión, lo mismo, nada de carnes rojas ni picantes, nada de relaciones sexuales, nada de cigarro, sí a las comidas ligeras y la tareas de absolver las emociones. Llegó la fecha acordada y nuevamente el interrogatorio. Le dije que estaba bien y que me sentía preparado. Entonces preguntó acucioso: ¿Por qué quieres tomar ayahuasca? No sabía si decirle “por interés científico” o “porque quiero saber cómo es” y es que ambas respuestas eran verdad. Seguí la corriente y dije algo diplomático: tengo algunas preguntas que quiero hacerle al espíritu de la ayahuasca para resolver mis dudas. Me miró dudoso pero aun así decidimos llevar a cabo la ceremonia.
Fui a su casa, estábamos en la cocina conversando de todo un poco, me realizo baños con plantas purificadoras. El vapor comenzó a inundar la habitación y se sentía el olor de las hierbas aromáticas. Puso el plástico encima del vapor, acomodó un banquito de madera y después de ordenarme desvestirme me acomodó dentro del plástico y cerró la abertura superior con una pita. Era el baño de limpieza. Sudé duro mientras hablábamos y comentábamos sobre antropología (curiosa ironía). Media hora después sacó el plástico y sentí un repentino chorro de agua fría que hizo retroceder mi espalda. Joel Jahuanchi estaba probando mis temores y la intensidad de mis sobresaltos. Acomodó un balde amarillo y grande y me dijo que si sentía ganas de vomitar que no me resistiera. Asenté confiado en que ello no sucedería.
Después de preparada la mesa prendió su tabaco negro, vertió a medias el zumo de la ayahuasca en el vaso y exhaló el humo del tabaco «mapacho» dentro. La bocanada inundó el vaso. Siguió el tabaco emitiendo sus olores y formas inexplicables mientras Joel cantaba icaros de invocación, agarrando el vaso con las dos manos, pedía aprobación, sabiduría y guía en el camino que nos disponíamos a descubrir. Tomó el zumo sin respirar. Me pidió hacer lo mismo. Sentí amargo el paladar y la lengua pero no me detuve en ello. Siguió orando y cantando evocando al espíritu de la madre Ayahuasca. Cerré los ojos y Joel me guiaba en la concentración. Empecé a ver círculos y formas geométricas, en blanco y negro y destellantes, luego colores vivos de izquierda a derecha, arriba y abajo, de todos lados. Después rostros que venían hacia mí y oscuridad; le comenté el hecho y me dijo que soplara esos rostros y los colores negros para que se alejen. Sople en varias direcciones, como desvariando. Sensación de vómito, no podía. Me volvió a preguntar qué veía: A mi mamá ancianita, me mira y me sonríe -le dije-. Siguió entonando la canción que había iniciado y decía: “cuarta dimensión, quinta dimensión, séptima dimensión, séptima dimensión”. Empezó el viaje.
Había transcurrido, calculo, un par de horas; generalmente es menos tiempo para llegar a este punto, pero algo me sujetaba al suelo y no me permitía emprender el vuelo, algo pesado, como un ancla arrastrando piedras y montículos de tierra. Joel dedujo que era mi mente académica que me impedía viajar al mundo mágico de la ayahuasca, pues todo lo quería interiorizar, pensar y explicar. Me fue difícil abandonar cinco años de universidad y crianza, pero lo hice.
Toda la noche permanecí viendo y reviviendo los mensajes de aquélla maestra magnánima. No vomité y me jacté de ello luego. Desperté satisfecho, era de día, Joel también había despertado y me preguntó cómo estaba. Bien -le dije-. ¿Te ha ayudado? -me preguntó-. Sí, sí -respondí sincero-.
La segunda sesión fue después de un año, hace una semana. Como ya no era primerizo las cosas se apresuraron más de lo que imaginé. Esa vez sí vomité y mucho. Había guardado cuantioso recelo, odio, rencor, incertidumbre, mentira, hipocresía… todo se fue en un vómito, porque sólo después pude iniciar el viaje y nuevamente, la planta maestra ayahuasca, me mostraba el camino, limpio y sin baches, en un laberinto sentimental que yo había pensado que no tenía salida. Fue así de mágico si quieren, pero aquél día sentí una paz infinita, una tranquilidad abrumadora y todo, bueno, casi todo, se fue resolviendo: la familia, los amigos y la vida ya no pesaban en los hombros.
Hubiera querido detallarles lo que pregunté y lo que me mostró la doctora maestra ayahuasca, pero eso lo dejo a su curiosidad, además, son cosas personales que ni la ambición del conocimiento científico pueden quebrantar. También me hubiera gustado explicarles cómo funciona todo ello, pero esa tarea se la dejo a Joel, quien viene enterado en el tema desde que su padre, Alejandro Jahuanchi, le inculcó. Seguro es que en esta página encontraran explicaciones sobre las potencialidades químicas de la planta de ayahuasca y sus efectos en el cerebro, pero también hallarán otro tipo de explicaciones, como la existencia de un espíritu que habita en las plantas y se comunica con nosotros mediante un chaman. A ustedes les toca absolver su creencia en cualquiera de las opciones. Yo he mostrado mi posición. Buena suerte y que los espíritus de la naturaleza los guarden.
Donaldo Pinedo: donaldopinedo@gmail.com – Cusco – Perú.
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